Dice Wikipedia:
jueves, 30 de abril de 2015
Elegía para mi padre, Arturo Morillo Quiñones. 1925-2015
Bogotá, 30 de abril de 2015.
Buenos días.
Las personas que acudieron hoy conocieron a mi papá, o, sin conocerlo,
han querido acompañarnos, a mi mamá, a mí o a mis hermanos, como una muestra
más de ese afecto que hemos recibido de todos ustedes y de muchas otras
personas que se han manifestado como lo hacemos hoy en día, por teléfono, con mensajes
de texto y por las redes sociales. En nombre mío y en el de mi familia, agradezco todas
esas muestras de cariño y solidaridad. Muchos de ustedes saben que papá cumplía
hoy 90 años; el que faltaran un par de días para este aniversario es quizá uno
de los únicos retos que no cumplió en su vida.
Mi papá nació en Cereté, un diminuto pueblo del departamento de Córdoba, lugar del que siempre se sintió
orgulloso, y con el cual siempre mantuvo vínculos, como lo demuestran los
amigos cordobeses que hoy nos acompañan. Puede que Cereté sea un municipio
pequeño, pero no tanto como para que no aparezca en Wikipedia, donde, además de
aludir a la importancia del cultivo del algodón, se nos recuerda que en esta
tierra han nacido reconocidos médicos, además de músicos y poetas.
Dice Wikipedia:
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Cereté, conocida como
“La Capital del Oro Blanco”, y más recientemente como el “Cerebro
del Sinú”, recoge un gran número de expresiones
culturales que identifican al costeño colombiano; desde su
manera particular de expresarse, la informalidad en el trato
y espontánea manera de ser, que se convierten en una
riqueza casi pictórica del cereteano.
Mucho antes de que mi padre recibiera el reconocimiento como Cordobés Ilustre de parte de la gobernación de ese departamento, había
manifestado su orgullo de haber nacido en esa región del país. Su origen
humilde no fue impedimento para que pudiera tener una exitosa carrera ni para
alcanzar todos los logros personales y profesionales por los que ha sido
reconocido. Logros que, sin duda, no habría alcanzado sin el apoyo permanente
de mamá.
Su larga carrera académica está mayormente identificada con la Facultad
de Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana, mi alma máter, la de mis
dos hermanos mayores y la de muchos de quienes hoy nos acompañan. Después de
haber sido profesor y director del Departamento de Ciencias Fisiológicas,
alcanzó la máxima posición en la Facultad, la de Decano. En cada uno de esos
pasos dejó huellas profundas e indelebles.
Recuerdo que hace muchos años, quizá en mi adolescencia tardía, mi padre
me presentó una frase que no era suya, pero que quedó impresa en mi memoria:
“siempre hay lugar en la cima”. Esa fue una de las lecciones vitales que nos
impartió: la de que siempre es posible alcanzar lo que se quiere, lección que
podemos llamar Perseverancia. En lo que se refiere a sus enseñanzas, papá y
mamá tuvieron una misma voz. Ambos nos enseñaron lo mismo, y nos lo enseñaron
bien. Sesenta y cinco años de matrimonio fueron, en sí mismos, una lección de
vida para nosotros, sus hijos.
Papá siempre tuvo gran interés en la práctica de la medicina con los más
altos estándares, de manera ética, y basada en los principios de la lógica. Esa
fue la semilla que sembró en sus tres hijos mayores, que decidimos intentar
seguir sus pasos al formarnos como médicos. Quizá por su formación en la
ciencia de la experimentación, inculcó a sus alumnos la importancia y la
necesidad de cuestionarse siempre, y de buscar la mejor evidencia (mucho antes
de que se llamara así) para sustentar sus decisiones. De esa semilla surgieron
seminarios y de esos seminarios surgió el fruto del interés por la
investigación, que fue el punto de partida para el desarrollo de la
epidemiología clínica en el Hospital Universitario de San Ignacio, con los
alcances y el reconocimiento que esta disciplina tiene hoy en la Facultad de
Medicina. Papá también alcanzó el más
alto punto en su interés por la investigación clínica cuando dirigió la red
internacional de epidemiología clínica, INCLEN. A su regreso, la Universidad
Javeriana lo acogió de nuevo y lo encargó, desde la Vicerrectoría
Académica, de la Oficina de
Investigaciones de la Universidad, donde también contribuyó al fortalecimiento de
esta disciplina en las diferentes facultades.
Por su larga carrera en la academia, la cantidad de los que fueron sus
alumnos es enorme. Muchos lo recuerdan por su mirada intensa y severa, de ojos
agigantados por sus lentes, que además de respeto, infundía cierto temor. A esa
forma de observar, intensa y profunda, la conocíamos en casa como “la mirada 33”.
Algunos de sus hijos heredamos su mirada, aunque estoy seguro que no alcanza a
tener los mismos efectos que la mirada de papá. No hacía falta que se retirara
las gafas para reconocer en él a una persona estricta, pero justa, capaz de identificar
en los demás una oportunidad de crecimiento mutuo. Eso lo saben muchos de sus
más cercanos alumnos, quienes lo consideran como su profesor, su maestro, su
mentor. En el currículo Morillo, a esa
lección la podemos llamar Ecuanimidad. Otra cátedra que dictó en casa, en conjunto
con mi mamá.
Por su raza, motivo de orgullo para él y para nosotros, vivió en carne
propia la discriminación, especialmente en los años sesenta, cuando completaba
su formación en los Estados Unidos, en una época especialmente convulsionada y
con grandes desigualdades sociales. Antes de su formación en el extranjero,
vivió una época del país en la que la posición política podía interferir con el
desarrollo personal. Sus ideas y convicciones liberales, como las de mamá, estuvieron
siempre presentes, incluso si ellas significaban un obstáculo para ejercer su
profesión. De ahí su interés en el respeto por los demás y por sus opiniones, y
su certeza de que el bien común, la justicia y el progreso personal e
institucional fueran su convicción. En esa línea se encontraba su idea de la
importancia de ser capaz de expresarse libremente, y el derecho de todos a
presentar sus ideas de manera coherente y respetuosa, aún si éstas fueran
opuestas a las de los demás. El derecho a la expresión fue otra de sus
lecciones vitales.
“El que sólo medicina sabe, ni medicina sabe”. Otra de esas frases que oí
por vez primera de mi padre, y que resumía su interés por el desarrollo
personal a través de las diversas manifestaciones culturales. La literatura y
la música siempre estuvieron presentes en casa, y de él aprendimos además que
es posible cruzar todas las fronteras si se deja un espacio para abrir nuestras
mentes a través de la lectura.
El buen humor de papá era legendario. Nada mejor que oírlo narrar sus
historias, interrumpidas por sus propios espasmos de risa, o sus anécdotas
fantásticas de esa realidad que para muchos parecía macondiana, pero que él
vivió como experiencias cotidianas, como su trabajo en el Asilo de Locas, sus
brigadas de salud por el río Sinú, los recuerdos de su infancia y los de sus
viajes por el mundo. Todos sus alumnos recuerdan la clase de neurofisiología en
la que él hablaba apasionadamente de su fascinación por ese espacio
microscópico que existe entre las neuronas y que permite la transmisión de
impulsos eléctricos gracias al paso de sustancias químicas entre una neurona y
la siguiente, y de cómo su fascinación era tal que quiso darle a su hija el
nombre de ese espacio: Sinapsis. Según él, ante la oposición de mi mamá, tuvo
que contentarse con bautizarla con un nombre que comenzara con la misma letra
del alfabeto: Sonia. Aunque parecía otro de sus cuentos inverosímiles, papá pudo comenzar
su formación como neurofisiólogo en los Institutos Nacionales de Salud en Bethesda, EE.UU., debido a una
coincidencia fatal: se abrió un cupo cuando un estudiante japonés se ahogó en
el río Potomac. Ese accidente permitió el viaje de papá, mamá, Luis y Carlos a
la capital estadounidense, y explica que yo naciera allí.
Una noche, mi papá me enseñó algunos de los nombres de las estrellas que
se veían en el cielo bogotano, que él había aprendido por tradición oral, de
sus amigos y familiares pescadores. De ahí surgió mi afición por la astronomía
y sus dimensiones magníficas. Papá también me introdujo a mi afición por el
arte, y sé que mis hermanos terminamos con ese gusto por su influencia. Quienes
conocen los bordados de mamá saben que no exagero al decir que en casa siempre
estuvimos expuestos a la sensibilidad por el arte.
Todos sus hijos somos aficionados a la música en sus diferentes
manifestaciones, desde los gaiteros de San Jacinto a los cuartetos de
Beethoven, pasando por el amplio espectro del Jazz. En sus viajes, nos
sorprendía con sus regalos de discos de vinilo de nuestros grupos de rock
progresivo británico favoritos, que él había aprendido a reconocer y
disfrutar. Algunos de sus hijos también
terminamos siendo muy buenos fotógrafos, gracias a sus lecciones prácticas sobre
el uso de los lentes y la exposición fotográfica. Muchos años después de esas
primeras “salidas de campo” en las que mi padre me enseñaba trucos
fotográficos, supe que él había tenido lecciones similares de uno de los
grandes de la fotografía en Colombia, que resultó ser su vecino en uno de sus
primeros consultorios en el centro de la ciudad, nada menos que Leo Matiz. Nunca olvidaré las sesiones en el
cuarto oscuro que teníamos en casa, ni la primera vez que vi la magia de la
aparición de una imagen en una hoja sumergida en la bandeja de revelado. Mi
afición por la fotografía influyó definitivamente en mi escogencia de la
especialidad que es hoy mi forma de vida, la radiología.
Arturo Morillo deja un legado de sabiduría para la medicina del país,
para las neurociencias y para la formación médica y el pensamiento científico.
Su legado es también el de un hombre de bien, esposo, padre, amigo y ciudadano
ejemplar, cuya memoria perdurará en las generaciones que fuimos tocados por él.
Mi padre también me dió el interés que tengo por las palabras. Los
diccionarios en casa eran para mí libros mágicos, que contenían los más
maravillosos secretos acerca de nuestra más elegante forma de comunicación. En
un cumpleaños, papá me regaló una vez un libro sobre etimología, que ocupa un
lugar muy especial en mi extensa colección de diccionarios y libros de
lingüística. En su dedicatoria, escribió: “Para Anibacho, mi hijo de más
vocabulario y menos palabras y quizá más sabiduría.”
Hoy no encuentro todas las palabras que quisiera decir, y que podría
resumir en dos:
Gracias, papá.
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