viernes, 29 de febrero de 2008

Se acabó el exilio

-Mañana regresamos-, dijo con lágrimas a su amada. -Vamos de nuevo a la patria, a la tierra que nos vio nacer. Se acabó el exilio. Esta noche nos quedamos en el puerto, y te enseño todas las estrellas que no veremos desde nuestro hemisferio.
La última noche en esa tierra extraña estuvo despejada y sin luna. El mar era un ondulante reflejo índigo profundo, salpicado de las estrellas que quiso enseñarle, como si alguna vez fuera realmente necesario encontrar el norte buscando a la constelación de la Osa Mayor, o siguiendo a Pegaso y a Cassiopea. Le narró la historia de la hermosa princesa etíope cuya vanidad fue castigada por los dioses al obligarla a sentarse eternamente en una incómoda silla. También le mostró el dragón celeste que amenazaba con devorar a la bella Andrómeda, y le contó acerca de los demás héroes del firmamento.
Con una botella de vino acompañó el mitológico recorrido de las distantes luciérnagas zodiacales. Inventó constelaciones y le describió a los más valientes aventureros, sus luchas contra descomunales monstruos y malévolos gigantes. Le dijo que la brisa arrastraría sus palabras hacia el mar, que las olas se llevarían esas historias sobre sus espumeantes crestas.
-Tendríamos que ir a la playa en nuestro país, quizás volvamos a encontrar estas historias que hoy te invento. Con tu ayuda podría incluso escribirlas, ¿no crees? Alzó la botella y tomó una gran bocanada de vino. Dejó parte del trago en su boca, y saboreó su sutil amargura antes de besar a su amada.
Aquella noche septentrional nunca llegó a ser negra. El inquieto espejo azul profundo se transformó lentamente en púrpura, y el cielo poco a poco adquirió la claridad suficiente para opacar las estrellas en su luz naranja. El último destello visible antes de la aparición del sol fue el de la diosa Venus, ese lucero que con su brillo anunciaba la infalible llegada del cochero en llamas que cada día cruzaba el firmamento. Ahora el cielo parecía el reflejo del mar, y las nubes simulaban olas juguetonas que avanzaban hacia el nuevo día, quizás trayendo consigo historias narradas en la noche, desde lejanas playas.
Muy cerca del puerto donde se encontraban, descubrió una gaviota monópoda descansando sobre un poste enterrado en la arena, rodeado de mar. En ese momento abrió los ojos y apoyó dudosa su otra pata. Cuando la última ola rompía en la base del poste, dio un pequeño salto que la dejó flotando en el vacío, como una enorme pluma a merced del viento. Emitió un chillido con el que confirmó el inicio de un nuevo día. El poste quedó rodeado sólo de playa, las indecisas olas ya no alcanzaban a abrazarlo.
Contempló la botella que sostenía en su mano izquierda. En su envase verde, el siniestro líquido oscuro le recordó la sangre en la que recientemente se había bañado. Con los dientes arrancó el corcho y lo escupió en su mano. Tomó el último trago y de rodillas se inclinó hacia su amada. Le llenó su boca con un beso frío y salino, observó cómo un delgado hilo de vino recorrió su mejilla y se detuvo en el cuello blanco de su blusa. Le retiró el cabello dorado de la cara y puso la botella vacía a su lado. Se inclinó de nuevo y le besó los ojos y la frente. La primera gaviota emitió un segundo chillido, que fue seguido de los graznidos de la segunda, tercera y demás gaviotas, luego opacados por los bramidos de los buques. El cielo dejó atrás su oscuridad y se llenó de blancas pinceladas de algodón, que todavía le recordaban las eternas olas marinas.
Dos corpulentos marineros de brazos tatuados alzaron su equipaje, con la misma facilidad con que vio flotar a las aves. Al llegar a bordo, divisó a otra gaviota en el mismo poste, ahora abandonado por la marea. En su bolsillo, apretó el corcho cuando ésta dio un último salto al vacío. Desde los hombros de los cargueros, el ataúd flotó hasta cubierta. Justo antes de posarse en el suelo, pronunció su última frase en tierra extraña.
-Tengan cuidado -suspiró-, es nuestro último viaje juntos.

©Mario Bonilla, 1993.