domingo, 22 de abril de 2007

Kurt Vonnegut Jr. 1982-2007.

Cualquiera que sepa a quién me refiero, encontrará que las fechas que siguen al nombre de este autor son, por decir lo menos, curiosas. Y habrá acertado, pues, aunque escribo esto cuando han pasado menos de quince días de su fallecimiento, Vonnegut nació en 1922.
Si, por el contrario, el potencial lector de estas líneas desconoce al personaje que las inspira, es posible que aún pueda resultarle interesante conocer algo sobre él.
Si ninguna de las dos opciones anteriores es correcta, y este intento de homenaje no parece interesarle, éste es el momento de cambiar de lectura. Muchas gracias por su atención.


«Schreiben ist geschäftiger Müssiggang»
(escribir es un ocio muy trabajoso). -Goethe.

Conocí a Kurt Vonnegut, Jr., a través de un buen amigo. En 1982, Miguel me prestó su ejemplar en inglés de «La Cruzada de los Niños», mejor conocida como «Matadero Cinco», novela que lo hizo subir al estrellato, y que había publicado diez años antes de yo conocerla.
¿Diez años muy tarde? No. Creo que, gracias a Miguel, la novela llegó a mis manos justo a tiempo. Descubrí entonces la que me pareció, y me parece aún, una manera ingeniosa, por decir lo menos, de escribir. Novedosa, quizá; drástica, sin duda. (Rompo aqui una de las recomendaciones de Vonnegut, el autor, para los futuros autores en su lengua inglesa, aquella en que los insta a nunca usar el punto y coma, recurso de puntuación que le parece que sirve únicamente para intentar demostrar erudición, pero que probablemente no sirva ni siquiera para sugerir competencia con las normas gramaticales. Pero Vonnegut escribía en inglés, y en inglés el punto y coma puede ser sólo eso. Por supuesto, Vonnegut también rompió su propia regla, por lo menos en una ocasión.)
En «Matadero Cinco», Vonnegut usa una experiencia personal para armar una historia de tinte pacifista, pero mucho más profunda que una superficial posición antiguerrerista. Por una coincidencia extraordinaria, mientras servía como soldado aliado contra Alemania, fue capturado junto con su equipo y hecho prisionero. Su celda fue precisamente un matadero subterráneo, el número cinco (Schlachthof-Fünf ), ubicado en la ciudad de Dresde, Alemania. En una de esas muestras de locura de las que suele ser capaz la humanidad, se produjo el bombardeo de Dresde, una joya arquitectónica y cultural que intencionalmente había sido mantenida al margen de los centros industriales, arsenales y tropas alemanas, para que nunca fuera considerada como un objetivo militar. El resultado, unos ciento treinta y cinco mil muertes, la inmensa mayoría civiles. Muertes que no tuvieron propósito alguno: no se liberó un prisionero de guerra luego del bombardeo, el ejército aliado no avanzó ni un centímetro luego de esa acción militar. Vonnegut sugirió que el único beneficiario de ese bombardeo había sido él mismo: además de haber sido condecorado con el Corazón Púrpura, las ganancias por «Matadero Cinco» podían equipararse aproximadamente a 5 dólares por cadáver. Las muertes civiles de Dresde superaron por muchos miles a las de bombardeos masivos como el de Hiroshima y Nagasaki. A partir de entonces, puede pensarse que los bombardeos más recientes pueden tener el mismo objetivo: ninguno, o uno que no parezca justificable.
Los sobrevivientes de la masacre de Dresde, entre los que estaba Vonnegut, tuvieron que ayudar a remover y enterrar los cuerpos que encontraron en las calles, en sus casas o en sus refugios fallidos. Al pasar los días, resultaba más eficiente incinerar los muertos o calcinarlos con lanzallamas, incluso en los sitios donde eran hallados. Según Vonnegut, toda gran ciudad, más que un tesoro nacional, representa un tesoro del mundo, así que la destrucción de cualquiera de ellas es una verdadera catástrofe planetaria. Esta historia de Kurt Vonnegut está ligada a una época en la cual, según sus palabras, todas las clases sociales compartían sacrificios y se arriesgaban en favor de la idea de la igualdad. Por ello, estaban convencidos de que no sólo era un deber, sino un honor matar o morir en tiempos de guerra. A «Matadero Cinco» le puso un segundo título, «La Cruzada de los Niños», haciendo referencia a los jóvenes que sirvieron de carne de cañón en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, como él mismo reflexionaría años más tarde, quizá en alguna conversación con su colega Heinrich Böll, el promedio de edad de los cadáveres combatientes en esa guerra fue de 26 años. Los cuerpos de los soldados norteamericanos muertos en Vietnam promediaban los 20 años de edad, comparativamente, una verdadera cruzada infantil. Qué bueno sería que las nuevas generaciones leyeran a Vonnegut. Sus historias sobre la autodestrucción humana siguen vigentes.
Leyendo a Vonnegut, se intuye que disfrutaba de la buena música (o que la música, en general, le parecía buena) y que le gustaba el arte. De hecho, Vonnegut cuenta que se inspiró en un reportaje que le fue comisionado sobre Jackson Pollock, para escribir su novela «Barba Azul». En su último libro, Vonnegut sugiere para su propio epitafio: «La única prueba que necesitó para la existencia de Dios fue la música.»
Su agudo sentido del humor es dominado por el tono sarcástico de su voz literaria. «Matadero Cinco» fue prohibida en varias instituciones educativas, pero fue de hecho alimento para una hoguera, por órdenes de Charles Mc Carthy, director de una escuela de Drake, en el estado de Dakota del Norte, Estados Unidos.
Un año después de conocer «Matadero Cinco», Miguel me obsequió «Desayuno de Campeones». Cualquiera que haya disfrutado de la idea de un personaje del cine que se sale de la pantalla, como fue bellamente lograda por el también genial Woody Allen en su «Rosa Púrpura del Cairo», debería disfrutar de esta novela llena de reflexiones sobre la vida, en la que uno de los personajes de un escritor escapa de su obra y termina por reclamarle a su autor el don de la juventud. En varios de mis libros de este autor, hay una advertencia para el lector, que dice, poco más o menos: «Asegúrese de tener una buena reserva de las novelas de Kurt Vonnegut, Jr. Como estarán de acuerdo todos los que conocen sus obras, Vonnegut es definitivamente enviciador.» Doy fe de este vicio llamado Vonnegut. Ni qué decir de sus cuentos y ensayos.
Como era de esperarse, Kurt Vonnegut (quien, por supuesto, nunca se enteró de mi existencia) encontró otro adepto en mí. Aún cuando yo todavía no sospechaba que compartía con él gustos triviales, como el de considerar al edificio Chrysler de la ciudad de Nueva York, esa aguja de acero que hiende el cielo de la gran metrópolis, como mi edificio favorito. O que teníamos otras coincidencias sorprendentes, como tener un hermano llamado Bernardo, o disfrutar de la fotografía. O tener una visión que, además de ser binocular, es agnóstica. En fin.
Gozar de sus juegos de palabras se da por sentado. Llamar «Jack the Dripper» (Jack el Desparramador) a Jackson Pollock es algo más que sorprendente. Inventar extraterrestres benévolos que sólo se comunican mediante pasos de tap-dance y pedos es más que un juego. Crear religiones cuyos líderes desdicen de su creador no es simplemente una burla. Ceder la autoría de sus relatos a sus propios personajes resulta, por lo menos, ingenioso. Considerar a la antropología como «una rama de la poesía», es sencillamente magistral.
Kurt Vonnegut opinaba que no se podía ser un buen escritor de narrativa seria si no se estaba deprimido. Vonnegut sabía que usualmente andaba pensando en la maldad humana, aunque se consideraba una persona que, en general, y por principio, creía en la bondad, idea que resumía su definición del humanismo.
Mi colección personal creció con su opera prima, «La Pianola»; sus obras ficticias, que él mismo atribuyó a su personaje Kilgore Trout; la novela que escribió su hijo luego de su propia experiencia con la esquizofrenia (al parecer, un desorden maníaco-depresivo mal diagnosticado).
Su descripción del hielo-9, una sustancia química capaz de congelar el agua de todo el planeta, nos presenta una visión apocalíptica del mundo. Es precisamente en «Cuna de Gato», otra novela premonitoria acerca de las grandes malas ideas de la humanidad, que termina destruyendo su propio planeta, donde se explora la condición humana desde una perspectiva humanista. El inventor de esa sustancia terrible, el hielo 9, que puede representar la analogía con el poder destructivo de la energía atómica, era el profesor Hoennikker. Alguna vez, leyendo sobre los descubrimientos de la física, me enteré que la materia no sólo tenía las conocidas formas de sólido, líquido, gas y plasma, sino que, a partir de los experimentos de Einstein y Bose, había un quinto estado llamado hielo cuántico; no tuve más remedio que pensar en el hielo-9. Como muchos genios, Hoennikker era asaltado por dudas que podían parecer irrelevantes. Por ejemplo, si los cuellos de las tortugas se doblaban o se telescopaban al esconderse en sus caparazones.
En otra inspiradora coincidencia, pude responder, por lo menos parcialmente, a esa duda. Una noche, durante mi formación como radiólogo, tuve la oportunidad de examinar algunos especímenes de la Podocnemis expansa, que, según la amiga bióloga que me las presentó, era la tortuga de agua dulce más grande del planeta. Inicialmente tomamos radiografías de unas pequeñas crías de estos reptiles, provenientes de la orinoquia colombiana, con la intención de poder estudiar con rayos X algún espécimen adulto, para determinar si era posible detectar los huevos en su interior, algo así como una prueba de embarazo para tortugas (o para biólogas y radiólogos).
A mi amiga, la bióloga, nunca la volví a ver. ¿Acaso regresó del Orinoco? De esta anécdota, que prefiero pensar que le habría causado gracia a Vonnegut, conservo aún el recuerdo imborrable de la columna cervical formando una S para ocultar la cabeza de su dueña, una pequeña Podocnemis que había sido víctima de un intento de cacería, como pudimos diagnosticar al descubrir un anzuelo en su garganta. El profesor Félix Hoennikker habría quedado satisfecho, con una prueba tan definitiva como una radiografía de una tortuga con su cabeza retraída dentro de su caparazón. Como nota al margen, con esas radiografías también aprendí que las tortugas tienen tres pares de clavículas.
«Abracadabra» fue una historia a pedazos, escrita en trozos de papel por otro autor ficticio, un convicto cuyas ideas fueron recopiladas para formar «Hocus Pocus», un recurso literario que más tarde sería usado por Héctor Abad Faciolince en su «Basura».
En «Domingo de Ramos», además de tratar temas autobiográficos diversos, Vonnegut hace una evaluación de sus obras publicadas hasta ese momento. Cualquiera que desee conocer a Vonnegut debería comenzar por las novelas que él mismo considera entre sus favoritas, además de las ya mencionadas: «Dios lo Bendiga, Señor Rosewater», «Las Sirenas de Titán», «Madre Noche» y «Jailbird», título que, según Vonnegut supo, había representado dificultades para sus traductores, pues no es fácil encontrar en idiomas diferentes al inglés una palabra que haga referencia a una persona que ha sido encarcelada varias veces. Más que un preso, se refiere a alguien que ha permanecido tras las rejas la mayor parte de su vida.
Su última novela fue «Timequake». Publicada en 1997, narra lo sucedido en el futuro: el 13 de febrero de 2001, el Universo sufre una crisis de auto confianza. ¿Debería seguir expandiéndose? ¿Con qué objeto? Un movimiento telúrico excepcional, que produce una especie de sismo temporal, un «terremoto de tiempo» que lleva a una regresión de diez años. Como sólo podría habérsele ocurrido a Vonnegut, la humanidad entera quedó condenada a vivir de nuevo cada instante de la última decada, pero sin la posibilidad de cambiar nada, es decir, reviviendo cada decisión, cometiendo los mismos errores, en lo que Vonnegut describe como una carrera de obstáculos de su propia invención. Es posible que Vonnegut haya escrito «Timequake» como reacción a la muerte de su hermano mayor, un científico fallecido unos días antes del 25 de abril de 1997, casi exactamente diez años de su propia muerte. El que el sismo temporal que él inventa sea de una década puede ser otra coincidencia sorprendente (y otra coincidencia sorprendente: uno de mis hermanos mayores cumple años el 25 de abril).
Pero, sin lugar a dudas, la obra de Vonnegut que más me impactó fue «Galápagos». En ella, el hijo de su personaje Kilgore Trout muere decapitado en el astillero en el que trabajaba durante la construcción del barco «Bahía de Darwin». (Yo he dicho que los radiólogos somos «voyeuristas de oficio».) En una muestra de «voyeurismo» insaciable, Trout decide no avanzar hacia el túnel azul que lleva a la otra vida, y escoje permancer como observador de la especie humana durante un millón de años. «Galápagos» es la narración de la evolución a partir del último viaje del «Bahía de Darwin», cuyo fantasma describe los eventos que llevan a la destrucción de la especie humana, y su transformación final en una especie de cerebros mucho más pequeños, una especie mucho más primordial y alegre que los humanos de 1986, los de un millón de años atrás.
El pasado viernes 13 de abril, recibí de Miguel la noticia de la muerte de Kurt Vonnegut. Una muerte que quizá a él mismo le habría causado gracia: rodó por las escaleras de su casa, y falleció como consecuencia de sus lesiones. Como radiólogo, imagino contusiones y hematomas. También imagino que Miguel, como neurólogo, habrá pensado igual. Qué oportuno, Miguel. Sé que nunca podré olvidar a ese autor ni al amigo que me lo presentó.
En su último libro, «Un hombre sin país», Vonnegut cierra con un «Requiem»:
El crucificado planeta Tierra
si encontrara una voz
y el sentido de la ironía
perfectamente diría
de nuestro permanente abuso
«Perdónalos Padre,
Pues no saben lo que hacen.»

La ironía sería
que supiéramos
lo que hacíamos.

Cuando el último ser viviente
haya muerto por nuestra cuenta
qué poético sería
si La Tierra pudiera decir
en una voz que flotara
quizá
desde el fondo
del Gran Cañón
«Está hecho.»
A la gente no le gustaba esto.

Para terminar, yo tendría que cerrar con algo que para Vonnegut sería el mejor chiste: «Kurt debe estar ahora arriba en el cielo».
(Y si llegué a conocerlo a través de sus escritos, me permito imaginar que estaría riendo. Y que habría elegido no caminar por el túnel, sino observarnos durante el siguiente millón de años. Hasta luego, Sr. Vonnegut. Amén.)